Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 13 de marzo de 2015

El efecto nocebo

Hay muchas historias interesantes que jamás han llegado a las pantallas de cine o televisión y por tanto son absolutamente desconocidas para la mayoría del público contemporáneo, que no tiene ni ganas de pensar ni, a estas alturas, capacidad ya para ello, pese a que suelen ser bastante instructivas. A veces tocan el argumento de forma tangencial,  pero sin profundizar demasiado en ello y uno tiene que ponerse a buscar por su cuenta si quiere enterarse de algo más. Un ejemplo reciente es la etnia de los miao, o hmong, que tuvieron sus cinco minutos de gloria en la película Gran Torino de Clint Eastwood. Sí: eran esos chinos vecinos del gruñón Walt Kowalski (entre paréntesis, ¿alguien recuerda alguna película en la que Eastwood no aparezca permanentemente enfadado?) cuyo apellido tan característico no le impide desconfiar e incluso maldecir por la aparición en su barrio de otros inmigrantes, en este caso asiáticos.

Hay que aclarar que China no es, en realidad, un inmenso país lleno de chinos, o mejor dicho de chinos de un solo tipo, de la misma forma que en Europa hay muchos tipos de europeos y un noruego de pura cepa tiene un aspecto peculiarmente diferente a un siciliano también de pura cepa, por no mencionar sus tradiciones culturales o sociales. Así que el coloso asiático posee numerosas etnias, que estaban allí antes de que llegaran los han y se apoderaran del país, como es el caso de los mismos hmong. Otras se integraron en el país durante sus intentos de conquista como los mongoles, o fueron obligadas a hacerlo al ser conquistadas, cuando originalmente se trataba de un pueblo diferente, como los tibetanos. En el caso de los miao-hmong, fueron progresivamente empujados hacia el sur por los Han y acabaron instalándose fuera de las fronteras propiamente chinas: en países vecinos como Laos o Vietnam.

En busca de apoyos locales para fortalecer su presencia militar en el sur de Asia, el ejército norteamericano reclutó a miles de hmong y les dio formación militar además de prometerles un buen sueldo y una buena posición (en comparación con la vida pobre pero discretamente feliz que llevaban hasta entonces, apartados de las cosas del mundo por así decir). Durante la guerra de Vietnam, sus servicios fueron muy apreciados en las diversas operaciones sobre la antigua Indochina
 pero ya sabemos cómo terminó ese conflicto bélico (aunque como diría Mac Namara todavía está por ser contado públicamente quiénes fueron y cómo actuaron los traidores y principales responsables de la derrota norteamericana, trabajando desde dentro de la propia administración yankee), así que tras la retirada oficial de los soldados estadounidenses, los hmong quedaron abandonados a su suerte. El gobierno comunista de Vietnam atacó Laos declarándoles enemigos principales del Estado y se dedicó a cazarlos precisamente al estilo comunista: mediante la aniquilación pura y dura. Decenas de miles fueron asesinados fríamente y otros tantos que lograron huir tuvieron que agolparse en campos de refugiados en condiciones lamentables.

Para cuando EE.UU. decidió dar cobijo mediante el estatus de refugiados políticos a los hmong la mayoría habían muerto. Un veterano del Vietnam, Jack Austin Smith, calculó que, de los 3 millones que vivían en los años 50 del siglo XX, sólo quedaban vivos, a finales de los 90, unos 200.000. La mayoría terminaron por emigrar finalmente a América, donde algunos de ellos aparecerían finalmente en la trama de la película de Eastwood. Sin embargo, una vez en tierra norteamericana, los hmong fueron objeto de una epidemia misteriosa. Muchos jóvenes de su pueblo, que no sufrían cuadros previos de enfermedad, empezaron a enfrentar períodos de pesadillas y otros problemas nocturnos como parálisis del sueño. Luego, las personas afectadas comenzaron a morir mientras dormían. ¿Por qué? A día de hoy no está claro el origen del mal. Lo único que se sabe es que los ancianos de su pueblo lo atribuían al ataque de demonios nocturnos... Aunque formalmente cristianos desde que llegaron a EE.UU. y absorbidos por las costumbres yankees, la religión original de este pueblo asiático es una mezcla de animismo y politeísmo, incluyendo la adoración a los propios dioses e incluso a dragones. Y si uno cree en dioses, automáticamente cree en demonios, sus antagonistas.

Desde el punto de vista occidental, este tipo de creencias es fruto de mentes “supersticiosas”, aunque finalicen con resultado de muerte. Buscando una explicación a lo ocurrido en éste, y en muchos otros casos parecidos como por ejemplo los afectados por la hechicería vudú, alguien planteó un concepto que los médicos contemporáneos están aprendiendo ahora a manejar y que promete explicar de forma racional muchos fenómenos, digamos, oscuros relacionados con la salud de los pueblos primitivos. Ese concepto se llama nocebo y es complementario al de placebo. De hecho, es como su cara oscura. En cualquier caso, la demostración del poder real que nuestra mente, nuestro subconsciente, impone lo queramos o no sobre nuestra vida diaria.

Quien más, quien menos, ha oído hablar de algún experimento basado en el efecto placebo: el que produce la ingesta de una sustancia sin efectos reales (en teoría) sobre el cuerpo, generalmente compuesta por suero o por azúcares, pero que se utiliza como control en un ensayo clínico y es capaz de provocar (por el convencimiento psicológico del individuo que lo consume) efectos positivos en pacientes que creen estar tomando una medicina de verdad. La mejoría e incluso la curación depende de la enfermedad, de la capacidad de sugestión que tenga el médico que facilita el placebo y, sobre todo, del poder mental del propio enfermo. Pues bien, el nocebo es un placebo que busca el efecto contrario: hacer enfermar o desequilibrar la salud de la persona que cree estar siendo perjudicada por un elemento concreto aunque ese elemento realmente no le afecte desde el punto de vista físico. Un reciente artículo en la BBC contaba varios casos curiosos explicando cómo funciona.

Entre ellos, el de un médico de la universidad de Turín, Fabrizio Benedetti, que decidió experimentar con un centenar de estudiantes a los que se invitó a visitar los Alpes, con excursiones de más de 3.000 metros de altura. Antes de partir, se entrevistó en privado con uno de los alumnos con el que conversó sobre los problemas que generaba la falta de aire en lugares tan elevados, incluyendo la aparición de fuertes migrañas y dolores de cabeza. El médico exageró las posibles afecciones y el estudiante compartió la información con otros miembros de su grupo. Al final, en torno a la cuarta parte de los excursionistas conocía (y temía), en el momento del viaje, las severas advertencias previas. Fueron precisamente los mismos alumnos que sufrieron los peores dolores de cabeza y que en los exámenes de saliva que se les practicó mostraron una proliferación especial de enzimas asociadas a las jaquecas. La conclusión de Benedetti fue clara: los individuos que habían resultado “afectados socialmente” cambiaron, sin desearlo, la bioquímica de su cerebro y se hicieron daño a sí mismos. Éste doctor también ha escaneado cerebros de individuos sometidos a nocebos para comprobar que este tipo de sugestiones activan el hipotálamo así como las áreas de las glándulas pituitaria y suprarrenal que se encargan de hacer reaccionar el cuerpo ante amenazas externas contra el mismo.

Benedetti no es una rara avis. Dimos Mitsikostas, del Hospital Naval de Atenas, en Grecia, explicaba también en el mismo artículo cómo las respuestas psicológicas al nocebo producen erupciones en la piel o alteraciones en los exámenes fisiológicos, por ejemplo disparando los niveles de las enzimas del hígado, aunque la persona estudiada no haya tomado nada extraño. Simplemente, basta con que ella crea que lo ha tomado, para que el cuerpo reaccione.  Aparece también un caso planteado por un médico llamado Roy Reeves que, estando en urgencias, se enfrentó al problema de un hombre que, en plena depresión, se había tomado un frasco completo de pastillas con la intención de suicidarse. En lugar de morir de inmediato (o caer en un sopor previo a la muerte), el tipo se arrepintió de lo que había hecho y se fue corriendo al hospital para ser sometido a un lavado de estómago. Llegó en condiciones en apariencia realmente graves y Reeves pudo temer por su vida…, pero los análisis de droga que le hicieron con urgencia no mostraban ni rastro de la droga. ¿Dónde había ido a parar? Mientras estaba en observación, apareció otro médico, quien informó a Reeves de que el hombre estaba participando en el ensayo de un medicamento y que el frasco de pastillas que se había tomado en realidad no era de tales sino de inofensivas tabletas de azúcar. Cuando ambos médicos fueron a ver al paciente y se lo comunicaron, éste se recuperó con suma rapidez.

Casos como éstos vienen a probar lo que los practicantes de la hipnosis (por no hablar de brujos y hechiceros) conocen desde hace siglos, probablemente milenios: basta con creer que algo es posible, para que ese algo se manifieste ante nosotros de alguna forma en cuanto tenga oportunidad, aunque sólo exista en nuestra imaginación. Desde ese punto de vista, las alertas sanitarias funcionan por sí mismas como un peligro para la sociedad. Si los medios de comunicación empiezan a repetir una y otra vez (con la ayuda de expertos muy serios que desgranan los riesgos y problemas de cada enfermedad) que vamos a sufrir tal o cual epidemia (desde la gripe A, hasta el ébola) con tales o cuales síntomas, automáticamente se multiplican las posibilidades de que de verdad podamos ser víctimas de ésa u otra dolencia, pues el miedo hará que nuestra principal defensa sanitaria, es decir nuestro sistema inmunológico, caiga en picado. Cualquier virus maligno que nos ronde en ese momento, y que en circunstancias normales no hubiera tenido oportunidad de infectarnos por la fortaleza de nuestras defensas naturales, tendrá la puerta abierta para entrar hasta el fondo.

Ahora, sólo falta dar un paso más allá y comprobar que el miedo no es la única forma de desestabilizarnos y autosabotear nuestro sistema inmunológico. Otras emociones negativas como la culpa, la ira, la envidia o el odio actúan de la misma manera. Es muy fácil establecer la relación entre ambos sucesos si somos lo suficientemente observadores. Todos los grandes líderes espirituales de la Historia han insistido siempre en la necesidad de practicar el autocontrol y el dominio sobre uno mismo, así como en fomentar virtudes como la bondad, la alegría o el sentido del humor. No es un asunto de “ser buenos” para “entrar en el cielo” sino de saber situarse a uno mismo en la posición correcta para no ser golpeado por la enfermedad y otros peligros del gran campo de juegos en el que correteamos a diario.





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