Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Gudaris en Guadalcanal

No deja de asombrarme que el homo sapiens común considere la Historia como una materia aburrida y que sólo sea capaz de acercarse a ella a través de ficciones más o menos elaboradas en forma de novelas de aventuras o, más corrientemente, de películas y teleseries donde el escenario histórico sirve de mera ambientación a una relación romántica y/o pasional con los consabidos clichés del folletín adaptados a cada época. ¡Pero si hay pocas cosas más apasionantes que el estudio de la vida de nuestros antepasados, que en el fondo  (y en la forma, para los que somos inmortales) es también la nuestra! Y, por cierto, también hay pocas cosas más divertidas que desmontar los cuentos que sobre ellos nos inventamos...

Un ejemplo, entre otros muchos. Hace pocos años, una gran mayoría de medios de comunicación españoles -especialmente, los vascos- se hicieron eco de una curiosa historia que contenía el libro Los españoles en la Guerra del Pacífico sobre la presencia española en este frente durante la Segunda Guerra Mundial. No era nueva, pero se puso otra vez de moda al ser rescatada por este texto, según el cual, el ejército de EE.UU. empleó el euskera junto a varios idiomas de nativos norteamericanos para cifrar sus mensajes en la zona y evitar así que los japoneses pudieran entenderlos en caso de interceptarlos. Los especialistas en la materia (por ejemplo los del Instituto Smithsonian) ya habían documentado desde hacía tiempo que las tropas yankees emplearon las muy minoritarias lenguas (en el caso de algún dialecto, apenas se utilizaba entonces en un puñado de aldeas) de comanches, kiowas, pawnees, hopis o cherokees, entre otras tribus indias, como verdaderos códigos secretos para transmitir informaciones militares secretas por radio. 

Quizás el caso más conocido sea el del idioma navajo, empleado por los marines para la perfecta encriptación de sus mensajes por dos razones principales. En primer lugar, casi nadie lo habla (y en aquella época, aún menos porque a pocas personas les interesaba conservar la herencia cultural nativa, tradicionalmente despreciada y ninguneada en los Estados Unidos, aunque hoy está muy de moda) y, en segundo, como este idioma carece lógicamente de términos contemporáneos para definir el armamento moderno, fue necesario crear un código dentro del código: un metalenguaje. Por ejemplo, un torpedo se describía como "pez con cáscara" y una bomba teledirigida como "huevo volador". Así, los nipones se enfrentaban a un triple reto: primero, interceptar el mensaje. Segundo, traducirlo del navajo. Tercero, averiguar qué diablos significaban exactamente los términos utilizados. Fracasaron en el empeño y, de hecho, las transmisiones les funcionaron tan bien a los militares norteamericanos que, de apenas una treintena de navajos reclutados en mayo de 1942 por el ejército de los Estados Unidos, se pasó a los al menos 400 que estaban en activo al final de la guerra.

 En medio de este panorama, ¿qué pintaba el euskera? ¿Tan incultos eran los militares norteamericanos que pensaban estar ante otro idioma indio?

Por supuesto que no. Según el relato divulgado por la edición mexicana de Euzko Deya (una publicación originalmente vasca y mantenida en América por el gobierno autonómico vasco, entonces en el exilio tras la última guerra civil española), la posibilidad de emplear el euskera como código incomprensible para los japoneses habría surgido gracias al capitán estadounidense Frank D. Carranza, nacido en México pero, aquí está la gracia, de padres vizcaínos. En la misma fecha en la que se estaba reclutando a los navajos (y a otros nativos) para enviarlos al Pacífico, Carranza estaba junto al general Leberfeld, en el cuartel general de la flota norteamericana instalado en San Francisco. Llegaron entonces a la base en torno a medio centenar de jóvenes reclutas procedentes de Idaho, Nevada, Montana, Oregón y la propia California que eran, como él mismo, hijos de vascos emigrados y con conocimientos de pastoreo. Según esta publicación, casi todos "hablaban un mal castellano, un inglés regular y un buen vascuence". Fue entonces cuando a Carranza se le encendió la bombilla y decidió que el euskera podía ser tan bueno o mejor que los idiomas indios para burlar las escuchas japonesas.

Formado y entrenado el equipo a sugerencia del capitán, que tomó a su mando al también capitán Nemesio Aguirre y a los tenientes Fernández Bacaicoa y Juanana, los nuevos responsables de comunicaciones probaron su idioma en distintos ensayos. Finalmente, empezaron a usarlo en serio durante los viajes de los convoyes de carga que navegaban por el Pacífico, de acuerdo a una plantilla en la que se empleaban diversas lenguas: al euskera le tocó los lunes y viernes, mientras que el martes y el jueves era el turno del oswego, el miércoles  se usaba el iroqués, el jueves se hablaba en lakota o sioux y el sábado se empleaba un código especial que no fue revelado. El éxito de esta iniciativa llevó a plantear el empleo del euskera durante la batalla de Guadalcanal y el primer mensaje que se radió durante esta campaña vital para el resultado final del conflicto en este frente fue, el 1 de agosto de 1942: "Egon, arretaz X egunari" que en euskera significa "Atención al día X" en referencia al 7 de agosto, cuando comenzó la ofensiva con el desembarco de los marines en Guadalcanal, Tulagi y Florida, al sur de las islas Salomón.

A partir de ahí, los euskoamericanos transmitieron mucha información ante la desesperación de los nipones, con el propio Carranza desplegado en el asalto. Algunas de las órdenes transmitidas fueron recogidas en la publicación, como por ejemplo "Sagarra eragintza zazpi" ("La Operación Manzana -el desembarco de los marines- empezará a las siete"),"Gabaumba gudari-talde asko 100.000" ("Las tropas japonesas suman 100.000 soldados") y "Hondartzak aurretatu" ("Es imprescindible remontar las playas").

El propio Carranza confirmó la historia, ya teniente coronel, durante una visita a Vitoria en 1952, camino de la ciudad germana de Wiesbaden donde estaban instaladas parte de las tropas de ocupación yankees que desde el final de la Segunda Guerra Mundial mantiene el país de las barras y estrellas en Europa bajo distintas fórmulas de legalidad. El diario Deia, heredero en cierta forma del Euzko Deya, publicó más tarde, en abril de 1979, que el perspicaz Carranza sobrevivió "sin un rasguño" a la batalla de Guadalcanal y posteriormente fue trasladado a Europa, donde combatió también a las tropas alemanas pero..., "acaba de morir atropellado por un coche a la salida de su casa en la Quinta Avenida neoyorquina". Un final a lo Lawrence de Arabia, vaya.

¿No es una historia emocionante? En realidad, lo sería..., si fuera verdad. Existieron los soldados norteamericanos de origen nativo que utilizaron sus idiomas en Guadalcanal y en todo el Pacífico. Existieron los japoneses desesperados por no saber interpretarlos. Existieron algunos militares alistados de orígenes vascos en 1942 aunque ninguno trabajó en comunicaciones. Existió el Euzko Deya y existe el Deia. Lo que no existió fue el batallón especial de transmisores en euskera: ni Carranza, ni Aguirre, ni Fernandez Bacaicoa, ni Juanana, ni ninguno de los demás participó jamás en una unidad de este tipo. Entre otras cosas porque ninguno de ellos existió jamás. Todos son inventados y nadie sabe muy bien por qué, aunque visto desde la distancia todo indica que estamos ante la típica operación de desinformación con fines desconocidos en las que la OSS, posteriormente 
conocida como CIA, siempre ha sido una maestra. Dos investigadores (precisamente vascos), Pedro J. Oiarzabal y Guillermo Tabernilla, han demostrado la falsedad de este cuento en una investigación publicada por la revista digital Saibigain. Ambos examinaron todos los documentos habidos y por haber en los archivos de los servicios de inteligencia y otros de Estados Unidos, el Reino Unido e incluso en la documentación oficial del País Vasco y su conclusión fue que no existía absolutamente ninguna fuente real, primaria, que confirmara esta "hazaña bélica" de la que se viene hablando desde hace más de sesenta años como si de verdad fuera real. En la que mucha gente sigue creyendo ahora mismo y probablemente seguirá haciéndolo en el futuro, hasta que poco a poco se imponga la verdad, si es que se impone más allá de los estudiosos y los eruditos en la materia. Eso de destruir mitos nunca ha sido un oficio popular.

 ¿No es apasionante el tema histórico? O, mejor dicho, de las mentiras históricas. Estoy recordando ahora que hace ya unos cuantos años, creo que en los inicios de esta bitácora, cité por vez primera los interesantes trabajos del matemático ucraniano Anatoli Fomenko, reconvertido en historiador por una de esas casualidades de la vida que tienen aspecto de ser más bien causalidades inspiradas por vaya usted a saber qué circunstancias concretas. Su fascinante hipótesis, la recuerdo para los recién llegados, es que no vivimos en la época en la que pensamos vivir. Es decir, ahora mismo no estamos en diciembre de 2017 sino de un año muy anterior del calendario porque a éste le faltan, literalmente, varios siglos, según sus investigaciones. El fragmento de tiempo inexistente más largo que detectó este científico fue entre el 614 y el 911 d.C.: casi tres siglos que, no es que alguien los haya robado de un día para otro sino que, simplemente, no existieron en la realidad, pese a lo que diga la versión oficialmente aceptada (por lo demás, cualquier lector habitual por aquí conoce el respeto que le tenemos en ésta, nuestra dimensión paralela particular, a las versiones oficialmente aceptadas). Aunque en cierto momento de sus trabajos se plantea si en realidad lo que nos falta no son tres siglos sino casi mil años, entre el siglo I y el X. Puede parecer una barbaridad, pero Fomenko no habla por hablar. Trabajó durante muchos años, de forma harto minuciosa, escarbando en más de 1.500 fuentes diferentes y publicó varios gruesos volúmenes en los que, entre otras cosas, demostraba la absoluta imposibilidad de fechar con precisión ni un solo acontecimiento histórico anterior al siglo XI d.C., un hecho verdaderamente impactante.

Ni qué decir tiene que tanto él como sus discípulos, que desde su primera publicación han proseguido su labor (silenciada sistemáticamente en Occidente) son ignorados o, en el mejor de los casos, desprestigiados con el uso de esa expresión tan en boga ahora mismo según la cual lo que hacen es "practicar una pseudociencia para engañar a la gente". Aunque, si uno se pone a diseccionar la acusación, lo cierto es que no queda muy claro con qué propósito querrían engañarla porque el hombre, que ya es un anciano, no se ha hecho precisamente millonario con esta tesis. Y, si era fama lo que buscaba, hay que decir que muy poca gente le conoce por sus tesis históricas sino más bien por sus labores matemáticas, más que reconocidas, hasta el punto de que le supusieron recoger diferentes premios (como el de la Sociedad de Matemática de Moscú en 1974 y el estatal de la Federación Rusa en 1996) y ocupar desde 1994 uno de los puestos de miembro numerario de la Academia de Ciencias de Rusia. ¿De verdad es creíble que un matemático de trayectoria reconocida y prestigiosa se dedique a las pseudociencias?

Pero me temo que no es la lógica lo que prima aquí, sino el miedo, si es que no existen otros intereses ocultos detrás de la negativa siquiera a plantearse la posibilidad de esta tesis ante "el volumen de trabajos previos de la comunidad de historiadores", "la fuerza de las pruebas arqueológicas" o "la existencia de evidencias de otras civilizaciones no europeas". Porque, ¿y si tuviera razón? ¿Y si Fomenko hubiera encontrado la fórmula de desmontar la versión oficial? 

Los tres argumentos que se oponen a la tesis del ucraniano carecen de la fuerza real con la que se les quiere dotar. En cuanto al primero, ¿cuántos historiadores han hecho una investigación histórica digna de ese nombre, en lugar de limitarse a copiar o, mejor dicho, documentarse, en los textos de sus predecesores para llegar a sus propias conclusiones sin saber en verdad si estaban equivocados o no? (ejemplo: el famoso error de Dionisio el Exiguo a la hora de datar el año cero se descubrió hace pocos años, pero nadie se atrevió a dudar de sus cálculos durante siglos). En cuanto al segundo, ¿cuántos objetos podemos datar con verdadera precisión? (ejemplo: el famoso escándalo artificial en torno a la supuesta "medievalidad" de la "falsificada" Sábana Santa, cuando existen multitud de investigaciones con conclusiones definitivas de que, sí, este lienzo se remonta realmente a la época de Jesús -otra cosa es que envolviera o no su cuerpo-). En cuanto al tercero, ¿de verdad pensamos que no puede haber errores, manipulaciones o directamente falsificaciones en las evidencias de civilizaciones ajenas a Europa, cuando no somos capaces de eliminar estos problemas al cien por cien en las del Viejo Continente? (ejemplo: las famosas momias de gentes caucásicas, rubias y pelirrojas en la zona china de Sinkiang, con todos los enigmas que plantea su existencia, cuyos restos fueron ocultados por las autoridades asiáticas hasta que unos estudiosos europeos las dieron a conocer).

El caso es que últimamente estamos viendo otras voces discrepantes respecto a la versión autorizada, en distintos países. Por ejemplo, uno de los historiadores germanos que dudan de la versión oficial (y por tanto han sido criticados a placer, sobre todo en Internet) es Herbert Illig. Como su colega ucraniano, Illig cree que faltan esos cerca de 300 años, de forma que, en lugar de en 2017, estaríamos viviendo en 1720, ¡en el auténtico siglo XVIII! Necesito un poco de 
rapé... Se basa entre otras cosas en el cálculo del tiempo a partir de los anillos de los troncos de los árboles y del planteamiento de varias cuestiones de índole 
lógica como por ejemplo, ¿por qué tenemos tantos restos arqueológicos romanos, griegos y egipcios de la antigüedad pero no hay textos, pinturas, esculturas o construcciones dañables en las épocas "desaparecidas"? Otra pregunta curiosa en este sentido: ¿por qué hay noticias de contactos entre Canarias y Europa o África desde la época de los fenicios hasta el siglo III d.C., pero no desde este último siglo al XIII? ¿Acaso el archipiélago de las islas afortunadas estuvo casi mil años aislado? Un historiador británico especializado en arqueología, Peter James, habla también de la pérdida de 300 años, pero entre la Edad del Bronce y la histórica, entre 1.175 a.C. y 850 A.C. Otro tunecino, Youssef Sedi, ha demostrado la existencia de un idioma árabe escrito "bastante homogéneo" en inscripciones halladas en Siria, Arabia, Yemen, la zona mesopotámica..., desde la época helénica hasta el III d.C. pero no hay forma de encontrar documentos escritos desde ese último siglo hasta el IX d.C.: ¿se olvidó todo el mundo de escribir durante ese período? Podríamos seguir con la lista, pero es cada vez más larga y este artículo ya es bastante extenso.

Seguro que si le pregunto a Mac Namara me daría una (o varias) explicaciones conspiranoicas para explicar todo esto pero, sinceramente, creo que no hace falta. Sólo es una cuestión de lógica: la forma que tenemos de medir el tiempo hoy día es muy moderna. Eso de que seamos capaces de decir que son las 22:50 del 1 de diciembre de 2017 es un brindis al sol, porque nuestro calendario contemporáneo es, como quien dice, de antes de ayer y no hay forma humana de saber si esta fecha en la que decimos vivir es cierta. A lo largo de los siglos casi nadie ha tenido conciencia de en qué momento estaba viviendo porque le daba exactamente igual. La gente era consciente de vivir en el año 12 del reinado de tal monarca, o en el 562 de la fundación de su ciudad, pero poco más. Sabía si era más o menos mediodía o si el crepúsculo estaba próximo, pero ignoraba la hora exacta. Contaba las semanas porque había un día festivo en el que se suponía que la religión le permitía no trabajar. Contaba los meses porque el ciclo lunar era el menstrual y porque necesitaba saber la época del año en que vivía para ajustarse a las labores del campo, no por otra razón. A nadie le preocupaba en absoluto la fecha o la hora exactas. Sólo un puñado de estudiosos, sabios y científicos a lo largo de toda la Historia han intentado organizar el tiempo humano, pero adaptándolo a su momento particular, sin vocación real de continuidad a lo largo de los siglos o los milenios. 

Esa obsesión que hoy tenemos por marcar cada instante no existió hasta muy recientemente. En el fondo, me da la impresión de que es la mejor prueba de la decadencia y desmoronamiento definitivo a corto plazo de nuestra sociedad. A nuestros antepasados sólo les interesaba un tiempo, el de la inmortalidad, mientras nosotros vivimos obsesionados por registrar cada segundo, como si intuyéramos que ya nos quedan pocos...









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