Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Himnos a la Noche

En ocasiones se trata de un paisaje concreto, visto en fotografía o, mejor, reconocido in situ. Otras veces el recuerdo llega al contemplar un monumento, una escultura, una pintura incluso de tiempos pretéritos. La mutua simpatía por gentes y culturas que nunca has conocido ni tratado. El áspero roce de un objeto antiguo y desgastado por el tiempo. Una canción volkisch o popular, cuyo origen se remonta muy atrás, muy lejos del día de hoy, y cuyos ecos arrancan en nuestra alma cuando la escuchamos esos dolorosos chispazos de melancolía de un tiempo que fue y ya nunca más volverá a ser. También puede surgir del olor de un plato sabroso que ya casi nadie cocina y que surge de viejos fuegos de leña en el lar de un pueblo perdido, en el último sitio donde esperabas volver a aspirarlo. Un cierto regusto en un cierto tipo de vino...

Un poema.

Entonces nos reconocemos a nosotros mismos en nuestro peregrinar por este mundo oscuro, sordo y ciego. Levantamos de pronto la mirada, como si acabáramos de despertar tras caminar durante años, ajenos a las inclemencias del sendero, y descubrimos nuestra cabeza de la capucha que nos asfixiaba con la excusa de proporcionarnos calor cuando lo único que siempre pretendió fue guiarnos como las orejeras a los asnos. En esos raros momentos somos conscientes de quiénes somos y podemos distinguir aun leves y perdiéndose a nuestras espaldas las huellas efímeras de nuestros pasos sobre la nieve blanda. Y acordarnos de dónde estuvimos, cuándo y con quién. Qué hicimos y que nos faltó por hacer.

Conocía algunas de mis anteriores estaciones pero hace poco recordé los tiempos vividos a finales del siglo XVIII en compañía de gentes como Georg Friedrich Philipp Freiherr von Hardenberg, aquel poeta tocado por la gracia divina que tan joven murió, como todos los amados por los dioses. Novalis, se hizo llamar, quien me hizo derramar lágrimas de emoción al escuchar de sus propios labios el anhelo profundo contenido en los versos que luego recopiló en su Hymnen an die Nacht (Los Himnos a la Noche).

Y en el himno número cinco, que tantas cosas explica a quien sabe leerlas:

Sobre los amplios linajes del hombre reinaba,
hace siglos, con mudo poder,
un destino de hierro:
Pesada, oscura venda envolvía su alma temerosa.

La tierra era infinita, morada y patria de los dioses.

Desde la eternidad estuvo en pie su misteriosa arquitectura.

Sobre los rojos montes de Oriente, en el sagrado seno de la mar,

moraba el Sol, la Luz viva que todo lo inflama.

Un viejo gigante llevaba en sus hombros el mundo feliz.

Encerrados bajo las montañas yacían los hijos primeros de la madre Tierra.

Impotentes en su furor destructor contra la nueva y magnífica estirpe de Dios

y la de sus allegados, los hombres alegres.
(...)
Dulce era el vino, servido por la plenitud visible de los jóvenes,

un dios en las uvas,

una diosa, amante y maternal,

creciendo hacia el cielo en plenitud y el oro de la espiga,

la sagrada ebriedad del Amor, un dulce culto a la más bella de las diosas,

eterna, polícroma fiesta de los hijos del cielo y de los moradores de la Tierra,

pasaba, rumorosa, la vida,

como una primavera a través de los siglos.
(...)
Por sendas misteriosas llegó el Mal;
a su furor fue inútil toda súplica.
Era la muerte, que el bello festín
interrumpía con dolor y lágrimas.

Entonces, separado para siempre

de lo que alegra aquí el corazón,

lejos de los amigos, que en la Tierra

sufren nostalgia y dolores sin fin,

parecía que el muerto conocía

sólo un pesado sueño, una lucha impotente.

La ola de la alegría se rompió

contra la roca de un tedio infinito.

(...)

A su fin se inclinaba el viejo mundo.

Se marchitaba el jardín de delicias de la joven estirpe

–arriba, al libre espacio, al espacio desierto, aspiraban los hombres subir,

los que ya no eran niños, los que iban creciendo hacia su edad madura.

Huyeron los dioses, con todo su séquito.

Sola y sin vida estaba la Naturaleza.

Con cadena de hierro ató el árido número y la exacta medida.

Como en polvo y en brisas se deshizo

en oscuras palabras la inmensa floración de la vida.

(...)

Las lejanías del cielo se llenaron de mundos de Luz.

Al profundo santuario, a los altos espacios del espíritu,

se retiró con sus fuerzas el alma del mundo,

para reinar allí hasta que despuntara la aurora de la gloria del mundo.

La Luz ya no fue más la mansión de los dioses,

con el velo de la Noche se cubrieron.

Y la Noche fue el gran seno de la revelación,

a él regresaron los dioses, en él se durmieron,

para resurgir, en nuevas y magníficas figuras, ante el mundo transfigurado.
(...)
Una estrella le señaló el camino que llevaba a la humilde cuna del Rey.

En nombre del Gran Futuro le rindieron vasallaje:

esplendor y perfume, maravillas supremas de la Naturaleza.

Solitario, el corazón celestial se desplegó en un cáliz de omnipotente Amor,

vuelto su rostro al gran rostro del Padre,

recostado en el pecho, rico en presagios y dulces esperanzas, de la Madre

amorosamente grave.

Con ardor que diviniza,

los proféticos ojos del Niño en flor

contemplaban los días futuros;
miraba
a sus amados, los retoños de su estirpe divina,

sin temer por el destino terrestre de sus días.

Muy pronto, extrañamente conmovidos por un íntimo Amor,

se reunieron en torno a él los espíritus ingenuos y sencillos.

Como flores,

germinaba una nueva y extraña vida a la vera del Niño.

(...)
En nuevo esplendor divino despertado

ascendió a las alturas de aquel mundo nacido de nuevo,

con sus propias manos sepultó el viejo cadáver en la huesa que había abandonado

y, con mano omnipotente, colocó sobre ella una losa que ningún poder levanta.

(...)

Nadie que crea y ame

llorará ante una tumba:

el Amor, dulce bien,

nadie le robará.

–Su nostalgia mitiga

la ebriedad de la Noche.–

Fieles hijos del Cielo

velan su corazón.



Y esos maravillosos, contundentes versos de la parte final:

Una lluvia de estrellas
se hace vino de vida
beberemos de él
y seremos estrellas.

Volveremos a ser estrellas, lo que siempre hemos sido en realidad, aunque en estos momentos de incertidumbre, errantes y confundidos por los fantasmas de la materia bruta, caigamos a menudo víctimas de los engaños y la hipnosis de la Bestia Maligna según la cual del barro salimos y a él volveremos... ¡Pero no! Nosotros no volveremos al barro, porque nuestra sangre no pertenece a la Bestia, como sí la de sus esclavos. Ella lo ansía pero jamás podrá arrebatárnoslo y por eso nos odia más allá de todo entendimiento. ¿Cómo dijo aquel otro excesivo, maravilloso y desafiante salvaje? Sí, aquél del gran bigote, mi extraordinario amigo y hermano de sangre Friedrich Nietzsche, el Viejo Fritz, que escribió esta deslumbrante declaración de principios en su fantástico El Anticristo:

Mirémonos a la cara.
Nosotros somos hiperbóreos.

Sabemos muy bien cuán aparte vivimos.

Ni por tierra ni por mar encontrarás
el camino
que conduce a los hiperbóreos:
ya Píndaro supo esto de nosotros.
Más allá del norte, del hielo, de la muerte...,

nuestra vida, nuestra felicidad.
Nosotros hemos descubierto la felicidad.
Nosotros sabemos el camino.
Nosotros hemos encontrado la salida de milenios enteros de Laberinto.

¿Qué otro lo ha encontrado?


Novalis, Fritz, cuánto os echo de menos...




1 comentario: