Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Ciegos

Respecto al comentario del otro día sobre el bajo estado de vigilia del hombre corriente que le mantiene sumido en un sueño profundo en su vida diaria, aunque se desplace con los ojos abiertos, hable por el móvil y tome café, recibí un correo con la historia de cierto interesante experimento social que se llevó a cabo hace ahora casi un año y que ratifica hasta qué punto los seres humanos marchan ciegos por el mundo adelante, de tan dormidos que están.

Sucedió en Washington, en una mañana de enero en la que un individuo llegó a una estación de metro y se puso a tocar el violín. En apariencia era un tipo como tantos otros que se instalan en los pasillos del ferrocarril subterráneo con su ropa usada y su instrumento musical, dispuesto a desplegar una muestra de su arte inspirado por Euterpe a cambio de unas monedas. Permaneció en la estación durante aproximadamente 45 minutos y en ese tiempo interpetó media docena de obras de Bach (mi clásico favorito, después del divino Mozart). Más o menos unas mil personas pasaron junto a él durante aquel tiempo, con gesto apresurado y mirando su reloj por si llegaban tarde al trabajo... El músico callejero recibió el primer reconocimiento económico a su música más o menos a los cinco minutos de empezar a tocar: una mujer le dió un dólar, aunque no se paró a disfrutar las piezas porque tenía prisa. Poco después, otra persona se detuvo a escucharle y permaneció así durante un par de minutos pero enseguida se dio cuenta de la hora que era y siguió su camino.

La inmensa mayoría de la gente que pasó al lado del violinista solitario hizo lo mismo. Sólo siete personas se detuvieron a escucharle unos minutos. Una veintena más le dieron dinero, aunque sin pararse. El mejor público era el infantil. Los niños pequeños se detenían invariablemente ante él para escucharle y sus madres tenían que tirar con fuerza de ellos para que siguieran adelante.

Al finalizar su concierto, el violinista había recaudado 32 dólares. Se retiró tan silenciosamente como había llegado, sin aplausos, ni vítores, ni nada. Un músico callejero más.

Pues bien: esto es lo interesante. No era un músico callejero más, sino Joshua Bell, considerado en la actualidad como uno de los mejores violinistas del mundo. De hecho, las piezas que interpretó están consideradas entre las composiciones más complejas escritas por un autor clásico. Y el violín que utilizó para darles vida cuesta tres millones y medio de dólares. Dos días antes de este experimento, que organizó el diario norteamericano The Washington Post, Bell había llenado un teatro en Boston, con localidades que se vendieron a una media de cien dólares. El popular periódico, considerado como uno de los dos o tres más importantes de los Estados Unidos, pretendía investigar la percepción de los seres humanos: básicamente, si somos capaces de apreciar la belleza y saborearla si nos la encontramos en una situación inesperada.

Es evidente que no. Parece bastante claro que ni una sola de las personas que pasaron delante de Bell aquella mañana se dieron cuenta de quién era el músico, ni lo que es más importante fueron capaces tampoco de apreciar la calidad de lo que estaba interpretando. Sin embargo, muchos de ellos podrían haber pagado los cien dólares para asistir al concierto de Boston. Todos pasaron a su lado ciegos. O quizá sería mejor decir sordos.

Y la pregunta, la inquietante pregunta que surge de todo esto: ¿cuántas cosas buenas, bellas y útiles hay en nuestro entorno en este mismo instante que somos incapaces de apreciar y de reconocer? ¿Cuánto hay que nos estamos perdiendo, aunque seríamos capaces de hacer lo que fuera por disfrutar de ello si supiéramos que realmente estaba ahí, esperándonos?

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