Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Drácula

Por supuesto que existe Drácula. Conozco a los de su estirpe y los conozco bien: pertenecen a un mundo sombrío y viscoso, muy lejos de las fantasías cinematográficas o las especulaciones literarias. Incluso traté a uno de ellos (no por mi gusto, precisamente) durante un tiempo. Los vampiros son seres repugnantes, parásitos obsequiosos que, si uno tiene buen ojo y la suficiente experiencia, se delatan a sí mismos con cierta facilidad por el grado de cinismo e hipocresía que destilan y con el cual tratan de ocultar su maldición. Sus dos maldiciones. La primera, su carácter de sanguijuelas humanoides, incapaces de vivir por sí mismas sino a través de la fuerza vital de los demás. La segunda, su inmortalidad carnal (siempre y cuando no se expongan a los elementos que pueden dañarles e incluso acabar con ellos como el fuego o la cruz -pero la cruz aquí tiene un significado muy distinto al que los mortales suelen conferirle, en realidad más próximo a su significado original-), que es una inmortalidad huera, cansina, estéril..., una parodia de la real inmortalidad del espíritu al que estas bestias no pueden aspirar.


Bram Stoker, el escritor que "creó" a Drácula era un iniciado de la Golden Dawn, la legendaria orden de inspiración rosacruz que se reveló a finales del siglo XIX en el Reino Unido y a la que también pertenecieron otros grandes de la literatura de la época como William Butler Yeats, Gustav Meyrink o Arthur Machen (pues hay cosas en el mundo que sólo se pueden hacer públicas a través de las páginas de la "ficción")..., e incluso Crowley el Maldito antes de ser expulsado y fundar su propia orden, la Astrum Argentum (plateada y pálida, como la Luna, parásita del verdadero dios de nuestro sistema: el Sol del Dorado Amanecer). Stoker sabía muchas cosas. También conocía a los vampiros y quiso alertarnos contra ellos. Por eso escribió su obra maestra, a medio camino entre el género novelístico, el epistolar e incluso el dramático ya que existen indicios de que en un principio pretendió difundir su advertencia a través de un formato popular en su época como era el teatro.


Sin embargo, los vampiros pueden ser malvados pero no tontos. Se apoderaron del libro de Stoker y lo deformaron, lo parodiaron, lo destruyeron públicamente transformándolo en algo muy diferente. Hacen eso con todo lo que es peligroso para ellos, ante la ingenuidad y la indiferencia de los distraídos mortales. ¿Cuál creen ustedes que es la mejor forma de hacer desaparecer un conejo?, suele preguntarnos mi tutor en la Universidad de Dios. Y él mismo responde: Limítense a cambiarle el nombre. Y así es, en verdad: si llamamos mesa o coche al conejo, el conejo habrá desaparecido de hecho. Así que convirtieron al monstruo en un fantasma de opereta, un tipo vestido con frac y pajarita con colmillos propios de un hombre lobo y obsesionado con morder los cuellos -y sólo los cuellos- de bellas y bien dotadas señoritas aunque ellas ofrecieran sus generosos escotes (esto me hizo dudar algún tiempo sobre si los vampiros eran homosexuales). Más tarde, cuando se hizo necesario refundar su imagen para mantener el engaño con las generaciones contemporáneas, lo transformaron en un patán metrosexual apestando a desodorante de marca y mascarilla para el cabello. Y últimamente, en una nueva vuelta de tuerca, lo han transformado en un blando adolescente de sitcom norteamericana que pasa más tiempo en el gimnasio o jugando con los videojuegos de moda que persiguiendo víctimas para alimentarse con el precioso líquido donde dicen los antiguos que reside el alma.


Vaya, puede decirse que me siento orgulloso de que haya sido precisamente mi hermano quien haya venido a poner el mito en su sitio. A devolvernos el Drácula que pergeñó Stoker y recordarnos así que el vampiro no es un personaje que deba inspirarnos admiración o compasión..., ni siquiera curiosidad, puesto que no estamos ante un ser humano doliente y condenado a un castigo por unas u otras razones, sino ante otra cosa muy diferente: un ser infernal con la capacidad de mutar de aspecto para adoptar el que resulte más atractivo para nuestros sentidos, tan fáciles de engañar, y de esa manera conducirnos a la trampa. Satán jamás se muestra francamente con sus patas de cabra y oliendo a azufre, sino vestido impecablemente, bien peinado y oliendo a colonia, con una amplia sonrisa en su rostro de porcelana. Es el padre de la mentira después de todo.


Ignacio García May es autor, director y actor teatral pero en los últimos años ha convertido la adaptación teatral (incluso de obras que jamás soñaron llegar a verse encima de un escenario) en un auténtico subgénero con sus propias reglas y su propia eficacia, ofreciéndonos un menú difícil, muy difícil, no ya de superar sino de igualar al menos en los escenarios españoles. Nos emocionó (muy) profundamente con su Viaje del Parnaso (ese manjar para cualquier creador que se dedique a las Letras y realmente las ame con devoción), nos llenó el corazón de épica con sus Romances del Cid (saltando de la alegría a la amargura al mostrar con tanta claridad lo que significa ser español, lo que ha significado siempre: tanto en la Edad Media como en la actualidad) y nos mostró la senda de la gran aventura en El hombre que quiso ser rey (o cómo rodar una película con cientos de extras empleando a sólo dos personas en escena..., y nuestra propia imaginación).


Ahora, en el Teatro Valle-Inclán de Madrid, nos devuelve al verdadero Drácula y lo hace además con una soberbia puesta en escena, con un uso deslumbrante (nunca mejor dicho) de la iluminación y con detalles tan particulares como un sereno Abraham Van Helsing psicoanalista (José Luis Patiño), tan lejano de los greñudos y enloquecidos clavaestacas del cine yankee, una Mina Harker (Xenia Sevillano) verdaderamente heroica (ya quisiera el lobby feminista poseer el carácter y la fuerza del personaje, y también de la actriz que lo interpreta) o un Jonhatan Harker (Iñaki Rikarte) verdaderamente débil y consciente de sus muchas limitaciones pese a su disfraz de Tintín. Y un Drácula crepuscular, agotado (José Luis Alcobendas), que no levanta pasiones, no seduce, no inspira demasiado temor, no lidera: es un monstruo reptante y despreciable, al que no apetece imitar. Así es y así debe ser.



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