Mis antepasados más remotos fueron paganos; los más recientes, herejes.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Katastrophe, de Randall Boyll

¿Para qué sirve un libro? ¿Qué buscamos realmente al leer, cuando lo hacemos por voluntad propia y no obligados (por ejemplo, cursando unos estudios concretos)? ¿Aprender cosas interesantes? ¿Formarnos culturalmente? ¿O ideológicamente? ¿Obtener algún tipo de placer intelectual? ¿Entretenernos? ¿Satisfacer un vicio? ¿O una curiosidad? ¿Desconectarnos del mundo real? ¿Pasar el rato, simplemente? He leído varias veces una anécdota literaria adjudicada a distintos "grandes hombres" (curiosamente, no relacionada con ninguna "gran mujer") que, además, tenían la costumbre de leer a menudo e incluso poseían nutridas bibliotecas personales. Según esta anécdota, en cierto momento de su madurez el personaje en cuestión decidía no volver a leer nunca más una novela, por considerarlo una pérdida de tiempo, y limitarse a los ensayos, las biografías y los textos, en general, "útiles". 

Desde cierto punto de vista es verdad que la inmensa mayoría de las novelas que se publican son una mera repetición de la repetición de hechos que suceden constantemente a nuestro alrededor (cuando no en otras novelas de las cuales han sido copiadas o, últimamente cada vez más a menudo, de una noticia extraída de los medios de comunicación). Ése es uno de los motivos por los que desde muy joven (en esta reencarnación concreta) me interesa el género fantástico, en cualquiera de sus variantes: espada y brujería, terror, ciencia ficción, fantasía pura y dura..., ya que me habla de cosas que no veo todos los días a mi alrededor con sólo levantar la cabeza y echar un vistazo. Otro motivo interesante: porque no es pequeño el porcentaje de autores que han empleado este género para, camuflados por una ambientación extravagante, hablar con cierta libertad (otras veces, simplemente apuntar o sugerir) acerca de los tabúes y las prohibiciones que impedían a sus contemporáneos afrontar determinados asuntos (hoy sucede igual: en estas democracias nuestras de las que dicen sentirse tan orgullosos nuestros políticos y nuestros más concienciados ciudadanos siguen existiendo listas negras y hechos concretos sobre los que conviene no preocuparse demasiado si uno pretende construirse una carrera literaria, por cortita que sea...).

No obstante, las novelas (algunas novelas) son muy útiles como ilustración gráfica de algo que difícilmente llegaría a una gran masa de población o que ésta tendría problemas para entender y aceptar si el autor se limitara a describirlo de manera sesuda y más cuidada. O incluso aunque tratara de presentarlo de forma más amena. Ocurre un poco como con esos maravillosos conjuntos escultóricos tallados en los capiteles de palacios e iglesias medievales en los que se representaban las imágenes de hechos religiosos, históricos y populares para que todas las gentes pudieran tener conocimiento de los mismos. La mayoría no sabían leer, pero todos tenían ojos para ver y entender los mensajes de las esculturas. Un ejemplo es este capitel del Palacio de los Reyes de Navarra en Estella donde se ve al legendario Roldán, uno de los caballeros favoritos de Carlomagno, derrotando al gigante moro Ferragut. Así pues, hoy día la mayor parte de los lectores no están capacitados para digerir ensayos de cierta entidad sobre asuntos de interés pero sí para devorar novelas que expliquen de forma más basta las mismas ideas y, de esta manera, asimilarlas. De hecho, esta técnica se utiliza a menudo para manipular a la población y hacerla creer lo que interese en un momento dado.

Uno de los libros que acabo de terminar mantiene este principio. Se trata de un thriller muy entretenido que esconde un mensaje devastador respecto al que se supone es precisamente uno de los pilares de nuestra democracia (la Prensa Libre..., aunque, bien mirado: ¿existe eso?) y hacia la responsabilidad individual de los integrantes de esa misma democracia (que quedan a la altura del betún y, con ellos, la calidad del sistema social y político en el que están integrados). El autor es muy poco conocido en España: el norteamericano Randall Boyll, especialista en obras de terror para adolescentes, que se ha hecho un nombre en su país gracias a sus adaptaciones literarias del personaje protagonista de Darkman, la película rodada por Sam Raimi en 1990. El título de su novela es Katastrophe, una palabra alemana que se explica por sí sola en cuanto uno comienza el libro y que en español significa exactamente lo mismo que a lo que suena fonéticamente: un gran desastre, una auténtica calamidad que deja abundantes secuelas.

Publicada originalmente en el año 2000 y, que yo sepa, la única obra de Boyll editada en España, Katastrophe cuenta las historias paralelas del profesor Hank Thorwald de Terre Haute, Indiana, y el aristócrata y millonario alemán Karl Luther von Wessenheim con Adolf Hitler como nexo común. Confieso que mi primer pensamiento al empezar a leerla fue: ¡Oh, no, otra novela de nazis! Pero los reparos iniciales desaparecieron a medida que la historia comenzó a desarrollarse con la fluidez y naturalidad que sólo surgen del oficio de un buen autor y de su correcta planificación literaria previa a la redacción del manuscrito. Las tramas están perfectamente hiladas y convierten la obra en una de ésas que, como dice la publicidad, "es imposible dejar de leer para ver lo que sucede en la siguiente página".

Thorwald es un profesor universitario de vida tan aburrida como cabe esperar en un caso de este tipo (es curiosa la querencia que le tienen los autores norteamericanos a los profesores universitarios para convertirles en protagonistas de sus obras), casado con Rebecca y con una hija preadolescente llamada Sharri. Su principal problema, aparte de conseguir la cátedra con la plaza fija en la universidad, es la adicción al tabaco de su mujer, a la que anima/presiona para que abandone el vicio...  Thorwald tiene un colega bien situado que le puede ayudar a progresar laboralmente: Perry Wilson, un tipo huraño y ensimismado al que le apasiona el ajedrez y que le "secuestra" constantemente para jugar con él. Los problemas comienzan el día en el que Wilson celebra una fiesta en su casa y para rematar la cena organiza un espectáculo de hipnotismo en el que él hace de mago y Thorwald, de sujeto de la experimentación. Para sorpresa de todos los presentes, pertenecientes a las fuerzas vivas de la intelectualidad de Terre Haute, Wilson le coloca en un estado de trance muy profundo y él comienza a hablar en alemán y acaba afirmando que es el cabo Hitler y que está luchando en las trincheras en la Primera Guerra Mundial. 

La conmoción que se organiza en la pequeña comunidad de Indiana es tremebunda, sobre todo porque entre los invitados a la fiesta está Alan Weston, el prototipo de periodista opinador perdonavidas capaz de destrozar la reputación de su propia madre a cambio de un punto más de audiencia en el telediario de la noche. Weston saca la historia en su espacio televisivo y se muestra convencido de que Thorwald es la mismísima reencarnación del Tío Adolf que ha vuelto al mundo se supone que para terminar la tarea que dejó inconclusa con el final de la Segunda Guerra Mundial. En cuestión de horas, una turba enloquecida y presa de los prejuicios y la irracionalidad rodea la casa de los Thorwald y empieza a acosarles. Ante la manifiesta incompetencia de la policía local, la masa de cobardes idiotizados por las teorías de Weston quema primero los coches y luego la casa entera, después Sharri es tiroteada por un nervioso policía y puesta al borde de la muerte y, mientras Rebeca se queda con ella en el hospital, Hank decide huir para que la ira de los tarados se concentre en él y dejen en paz a los suyos.

En cuanto a Von Wessenheim, se trata del último de su estirpe, un noble linaje medieval que se remonta varios siglos en el tiempo y que, tras darle vueltas al sentido de su existencia decide que lo único que puede hacer es tratar de inmortalizar el nombre de su familia a través de un gran descubrimiento, igual que Lord Carnavon eternizó su apellido al ligarlo al hallazgo de la tumba de Tutankhamon. Karl Luther decide que su "tumba de faraón" particular será la de Adolf Hitler que él está convencido existe enterrada en algún lugar de Berlín, sin que nadie la haya descubierto todavía, porque no se cree la versión oficial de que su cuerpo fue quemado junto al de Eva Braun al lado del bunker de la Cancillería. Su atracción por el personaje viene de lejos puesto que el aristócrata germano es el principal rival en las subastas de artículos de la época del Tercer Reich de Frau Dietermunde, la cabecilla de un grupo de ancianos que en su día pertenecieron a las Juventudes Hitlerianas, y que están dispuestos a pagar lo que sea por el más pequeño recuerdo del Führer.

Dispuesto a dilapidar su fortuna si hace falta con tal de tener éxito, Von Wessenheim contará con la ayuda de un abogado eficaz pero misterioso, Ronna Ulgard, con un pasado verdaderamente tormentoso, para encontrar la pista de los restos mortales de Hitler. En una de sus investigaciones, viajan a los EE.UU. y asisten asombrados a la histeria colectiva creada alrededor de Thorwald, cuyo caso ha trascendido ya las fronteras informativas de Indiana y se extiende por todo el país (pronto lo hará al resto del mundo). Aquí se juntan las dos tramas. El aristócrata y el abogado localizan al profesor y le convencen para que se marche con ellos a Suecia, vía Alemania, convenciéndole de que quieren protegerle porque son de Amnistía Internacional y el agotado Hank pica el anzuelo. Von Wessenheim, convencido de que tiene ante sí al hombre que alberga realmente el alma de Hitler, quiere someterle a hipnosis para que le revele el lugar exacto donde reposan sus huesos, pero Frau Dietermunde se entera de que está en su poder y se lo arrebata. Ella quiere mostrarlo como un trofeo a sus antiguos camaradas de las Juventudes Hitlerianas, antes de matar a Thorwald, puesto que considera que el mundo no está preparado todavía para el regreso de su amado adalid.

Mientras tanto, Rebecca ha iniciado la búsqueda de su marido, al que también rastrea un detective que le cree sospechoso del asesinato y desaparición de Wilson: la única persona que puede explicar por qué ha sucedido lo que ha sucedido...


El resto de la novela lo dejo en el aire para los lectores que quieran enterarse de cómo termina. La verdad es que el final es un tanto forzado y patina bastante pero hace tiempo que aprendí a no criticar a un escritor por los finales de sus novelas (desde que comprobé lo que me cuesta rematar mis propias historias) ya que, aunque no lo parezca, terminar bien una novela es uno de los pasos más difíciles de su creación. Un elogio sí puedo hacer de Boyll: hacía años que no me divertía tanto, como lector sádico que soy, con los malos tragos que un autor le hace pasar a sus personajes. No recuerdo un personaje que sufra más que Hank Thorwald desde que leí Las puertas de Anubis de Tim Powers.

 

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