Como quien no quiere la cosa, resulta que hoy hemos cerrado las puertas de las aulas en la Universidad de Dios, ya que este viernes era el último del curso actual. Personalmente, he vivido un año complicado por diversos motivos, pero también muy entretenido y asaz educativo, en todos los sentidos. Tampoco en esta ocasión he logrado pasar a cuarto de carrera, si bien la verdad es que no me importará repetir el año próximo en tercero porque reconozco que éste ha sido uno de los cursos en los que más he aprendido -tanto de las muchas cosas divertidas y agradables que me han pasado como de las otras tantas no tan divertidas y no tan agradables que en igual número han acontecido- y por ello estoy satisfecho. La vida es algo muy hermoso, mucho más de lo que parece a primera vista, aunque pueda descolocarnos sin venir a cuento cuando muestra su lado más excéntrico o más cruel. Es una oportunidad extraordinaria para cada uno de nosotros y lo único verdaderamente triste de ella es que la mayoría de las personas alcancen la vejez y la muerte sin descubrir su secreto.
Tenía varios artículos a medio terminar para ésta, la última entrada del curso en el blog, porque en cuanto la publique me largo de este mundo para descansar en Walhalla, como todos los veranos (estoy deseándolo, de hecho, porque me encuentro a punto de colapsar en todos los sentidos). Todos los artículos son largos y prolijos. Sin embargo, hoy he llegado a la conclusión de que bastante extensos han sido ya los textos de los viernes más recientes, así que es mejor finalizar esta etapa con otro mucho más breve, en la estela de lo que comentara Gracián hace unos pocos siglos. Más breve y más sabio, porque se trata de una de las últimas historias que nos ha contado en clase (de hecho, es la última que nos ha contado este año: justo este mismo viernes) nuestro Profesor de Misticismo y Paradojas, el mulá Nasrudin, uno de los tipos más sensatos con los que he tenido ocasión de conversar a lo largo de mis sucesivas reencarnaciones. Y, por todos los dioses, se puede decir que he conocido a bastante gente durante ese tiempo.
- En cierta ocasión me encontré dando clase a un grupo de alumnos bastante más torpes que vosotros -nos explicaba Nasrudin esta tarde- y no porque fueran poco inteligentes o no estuvieran preparados para adquirir sabiduría, sino porque padecían una de las peores enfermedades que se puede contraer en este camino en el que nos encontramos: la soberbia. Vosotros sabéis que yo utilizo muchas veces los relatos chistosos o las anécdotas de cosas que me han ocurrido para ilustrar las circunstancias de la vida y cómo extraer el fruto más precioso de ella. A menudo son historias reales, que me han pasado personalmente, y a veces cuento fábulas o parábolas que resumen lo que quiero contar. Pues bien, en el momento al que me refiero, había tomado la costumbre de hablar muy claro durante toda la clase y terminar siempre con un cuento lleno de símbolos que encerraban no sólo el significado de lo escuchado durante el rato anterior sino, además, algunas claves extra. Como ya tenéis constancia por vuestra propia experiencia en la carrera de Dios, muchas veces lo verdaderamente importante no se puede transmitir con simples palabras y el alumno debe hacer un esfuerzo especial para descifrar el acertijo del maestro. De esa manera, se acostumbrará a reconocer y desentrañar los enigmas que en el futuro, cuando marche solo por el mundo, ponga la Naturaleza ante él...
Nasrudin explicó que a sus alumnos de aquella época el hecho de terminar cada clase con una de aquellas parábolas les resultaba muy molesto, pues se habían acostumbrado a las explicaciones diáfanas y clarificadoras del mulá y les irritaba tener que pensar por sí mismos a última hora. De hecho, les resultaba difícil descifrar el mensaje profundo de aquellas historias iluminadoras y muchas veces no conseguían captar lo que pretendía decirles. Un día, el alumno más avanzado se puso en pie en nombre de sus compañeros justo cuando Nasrudin estaba a punto de rematar la lección con uno de sus relatos simbólicos, con varios niveles de profundidad.
- Maestro -se dirigió a él, con un tono de reproche-, tú sabes mucho pero nosotros no estamos a tu nivel, aunque nos esforzamos por ello. Nos cuentas unas historias al final de la clase que para ti son importantes, pero no las entendemos porque no nos explicas su significado. ¿Podrías evitar esas parábolas y sustituirlas por explicaciones más sencillas? O, al menos, darnos sus claves para que podamos apreciar con lucidez su sabiduría...
Sin alterar el gesto, Nasrudin se disculpó enseguida con humildad.
- Os pido perdón si no he sabido expresarme correctamente. Para compensaros por mi mala forma de enseñaros, os regalaré un melocotón a cada uno de vosotros. Antes de entrar en clase, una persona agradecida por la ayuda que le presté en cierta ocasión me ha entregado un saco entero lleno de ellos, cosechados de su propia huerta. Ven, te daré a ti el primero.
El discípulo sonrió y aceptó la oferta con un gesto de sorpresa. La verdad es que no esperaba que el maestro fuera a darle la razón y mucho menos que fuera a tener aquel detalle que, por cierto, resultaba especialmente satisfactorio por lo refrescante, ya que aunque estaban al principio del verano hacía mucho calor. Se adelantó hasta donde se encontraba el mulá y éste hizo el gesto de darle el melocotón pero antes de ponerlo en la mano extendida del alumno, comentó:
- Espera... Para compensarte por completo, en lugar de limitarme a darte el melocotón, te lo pelaré -y cogió un cuchillo que tenía a mano.
- ¡Gracias, maestro! -exclamó aún más sorprendido y rebosante de vanidad el alumno, mientras sus compañeros se felicitaban unos a otros por el inesperado regalo que recibirían y discutían en voz baja sobre quién saldría en segundo y en tercer lugar, y en los siguientes, a recoger su correspondiente melocotón.
- Ya está... Bueno, y ya que te he quitado la piel, espera, te lo cortaré en pedazos, para que te resulte más fácil comerlo -dijo, mientras empezaba a trocearlo y depositarlo, ya preparado para comer, en un platito.
- No es necesario, maestro. No quiero abusar de tu gentileza -decía el alumno, aunque no hizo ademán alguno de impedir que Nasrudin continuara preparando el melocotón.
Finalmente, la fruta estaba lista. Tenía un aspecto magnífico: jugosa y sabrosa, preparada para endulzar la boca del alumno, que a duras penas se contenía de avanzar un paso más y tomar el plato en sus manos. Esperaba que el mismo mulá se pusiera en pie y se la acercara para completar aquella inesperada compensación. Entonces Nasrudin, añadió:
- Sólo deseo complacerte. Complaceros a ti y a tus compañeros. Así que, con tu permiso, también masticaré cada trozo de melocotón antes de entregártelo, para que te resulte más fácil tragarlo -y se metió el primer pedazo en la boca.
- Pero... ¡No, maestro, no hagas eso! -reaccionó el alumno, entre frustrado y desilusionado, ante la perplejidad de sus compañeros- ¡Quiero masticar yo el melocotón! ¡Quiero disfrutar de su sabor! ¡Gozar de su esencia!
Entonces Nasrudin le miró muy serio y sentenció:
- Si te explicara el sentido de las parábolas, si os lo explicara a todos vosotros, sería como daros a comer los trozos masticados de un melocotón...
Naturalmente, se comió el melocotón entero y no le dio ninguna fruta a los engreídos alumnos que, en ese mismo instante, recibieron una gran lección. Salgamos, ahora que estamos en la época, a buscar nuestros propios melocotones. Cosechémoslos, pelémoslos, troceémoslos y comámosnoslos. Cada cual, tantos melocotones como pueda encontrar. Eso es lo que, a la postre, nos llevaremos...
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Postdata:
No tengo ni idea de si aparecerá Mac Namara por aquí durante los próximos meses. Este curso ha estado especialmente esquivo y hace varios días que no veo a mi gato conspiranoico. Así que no me responsabilizo de lo que pueda publicar en el blog de aquí a octubre, cuando regrese de Walhalla (si regreso). Felices vacaciones a todos.
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